Llega ese momento en el que te no te importa salir a la calle, con una abrigada bufanda y abrigo, dispuesta a perderte entre luces de colores, entre decoraciones navideñas, entre la gente que corre de aquí hacía allá por el frio.
Sientes como si aún fueras aquella niña pequeña a la que su padre abrigaba y disfrutaba tanto envuelta en aquellos colores entre aquellos brazos protectores.
No te importa perderte entre la multitud con paso acelerado por las compras de última hora. No te importa sentir el frio a través de tu cara. No te importa ver parejas felices mostrándose cariño mutuo. Sigues disfrutando de tu familia, de los regalos recibidos por la mañana temprano. Y te abres paso a través del agobio de los exámenes finales, haciéndote a la idea de lo perfecta que puede ser esta Navidad, una vez más, a pesar de saber que no encontrarás un muérdago colgando del techo, ni unos labios cálidos a los que besar. Sin embargo, te complaces con la calidez de la chimenea, con las llamas danzando en aquel mediano cuadrado; y te conformas con el cariño que tus familiares te puedan ofrecer.
Decides mirar más allá del rojo, y te pierdes entre la pasión, el poder, la vitalidad, la confianza y el coraje. Y llegas al dorado, un dorado con energía que te llena de inspiración, que aleja tus miedos y toda depresión. Sientes la fortaleza latiendo en tu interior. Y miras a aquella dorada estrella que espera encima del árbol, ansiosa a seguir su camino tras pedir tu esperado deseo tras 365 días llenos de incertidumbre. Y solo esperas que todo mejore, aunque sea un poco; y que no se pierda la calidez, a pesar de los días frios y oscuros.
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